Adiós a la Chilindrina

Todavía recuerdo el día en que conocí a la Chilindrina. Llegamos a visitarla mojados, sedientos y pidiendo a gritos una ducha. Casi rompemos el carro, las pistas internas de Cieneguilla son una mezcla de huecos y tierra. Para colmo son de bajada. Igual yo estaba emocionada y llevaba en mi bolsa azul una caja de galletas. Ella, como una princesa ofendida, no hizo caso a nuestra ofrenda. Al rato se acercó a probar una. No tardó ni 30 segundos en escupirla. Es eticosa como yo. En cambio, los otros perritos se devoraron la caja en unos minutos.

No me gusta el nombre Chilindrina. De niña mi mamá me prohibió ver El Chavo del ocho porque le dije: ¡vieja chancluda!. ¿Me perdí de mucho? Tal vez. Aún no puedo ver ese viejo programa mexicano con tranquilidad. Siento que en cualquier momento, mi mamá entrará haciendo sonar sus tacones y me lanzará una de sus miradas que me paralizaban de pies a cabeza.

Ha pasado más de un año desde que Chilindrina se convirtió en Chinita Fernanda Rivas Ramírez: nuestra perrihija. Erizos de peluche, pelotas de colores, patos destripados y un chancho naranja que vuela sin tener alas. Todo ello flota por mi sala a su gusto y con mi beneplácito. A Pedro, mi esposo, no le permito dejar nada fuera de su sitio. Tengo un TOC con el orden. Ella cambió mi vida desde que la cargué en mis brazos. Mi corazón está lleno de risas, lamidas y unos cuantos arañazos. Mi Google Photos con más de 800 fotos dentro de un álbum titulado Chini’s Life.

Olfatear las esquinas, el pasto, el orine de otros perros, olfatear todo lo que la rodea. Chini me enseña a olfatear la vida, a prestar atención a esos detalles que no ves cuando tienes la cabeza atrapada en el smartphone. Dejé de ser tortuga y me volví a convertir en ser humano. Una mujer de 42 años que mira las flores fucsias que han caído al pasto, que se maravilla al ver el vuelo de los picaflores y, sobre todo, que observa con envidia como una adolescente está sin zapatos sobre la hierba: no le importa que ahí orinen nuestros perros ni que en ese mismo lugar el chico de gorra desteñida fume marihuana en las tardes soleadas. Ella es libre como lo es Chini y como yo sigo intentando serlo.

¿Caca de perro? AGGH con mayúscula. Un año después. Qué emoción que la caquita de Chini sea sólida y bien formada. Hasta parece una pequeña obra de arte que me confirma que está sana. Que la tendré varios años a mi lado y que seguirá lamiendo mi rodilla cada vez que nos sentemos en el mueble a ver televisión.

Somos una manada de a tres. Encajamos como piezas de rompecabeza cuando tomamos nuestra siesta dominical. Mi esposo ocupa el 70% de la cama, Chini y yo nos acomodamos en el otro 30. Es fascinante escucharlos dormir. El sol los ilumina levemente y es como si les diera permiso para iniciar su melodía roncoanimal. La corneta de Pedro es estridente (esas fosas nasales son poderosas) y los gruñiditos algodonados de Chini son dulces. Supongo que soñará con el pollito que aún no puede comer y con su amigo el gato que le enseñó a saltar sin miedo ni reserva.

Chini tiene alma de contorsionista. Sus sitios predilectos para descansar son sobre el mueble con la cabeza colgada, atravesada debajo de la silla de patas de metal o sobre las piernas de Pedro esperando su masaje relajante con sus tetitas al aire. Ama treparse sobre nosotros. No sabe que mi vejiga sufre cuando camina sobre ella o que cuando decide saltar sobre los huevos de Pedro, mi marido lanza un carajo bajito. No queda rastro de la Chilindrina asustada de pelaje peluchón que un 28 de enero aterrizó en nuestro departamento. Hoy me miran los inmensos ojos marrones de Chini, de la enana que duerme entre mis piernas y que, cada día, salta en la sala tratando de atrapar moscas en el aire. Tal vez de eso se trate la vida de saltar y saltar hasta alcanzar los sueños que parecen estar demasiado altos.

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