Llegó en la quincena de marzo, dos semanas antes de que comenzáramos la cuarentena en Lima. Yo no me sabía su nombre. Solo que, a veces, cantaba de día y que, al caer la noche, leía recostada contra el sofá, vestida con un camisón amarillo pálido. La observaba a través del ventanal. En mi edificio ingresa poca luz, aunque estés en el primer o en el último piso, es un problema de diseño. Quizás por eso todos dejamos las cortinas arriba. Miramos nuestras casas, perdemos el pudor y pueda ser que así nos sintamos menos solos.

Desde los diez años soy fanático de las computadoras. Programar es mi lenguaje. Instrucciones en serie, órdenes para controlar el comportamiento de una máquina. Mis jefes están a más de diez horas de diferencia horaria, es un alivio. Trabajo para una empresa india. No puedo negarlo, prefiero hablar con computadoras, su sistema nunca tergiversa. Es lo que es.
Con R. sí pude comunicarme, al menos durante casi un año. También estudiaba ingeniería informática. Se vestía de colores y nunca se molestó porque yo solo usara negro. Es un color que no exige demasiado pensamiento, un uniforme que nadie nota. Con ella bailé y reí. Ojalá hubiera sabido sostener una red entre los dos.
Y aquí estoy, coleccionando las risas, las canciones y los retazos de las frases que el viento empuja hasta mi departamento. Arruga la nariz cuando lee. ¿Qué pasajes la invitarán a hacerlo?
Cómo conocerla. ¿Preguntarles a mis otros vecinos? No. Muy intrusivo. ¿Pasarle un papelito debajo de la puerta? No, podría asustarse. ¿Dejarle un cartel de hola desde mi ventana? Muy infantil. Qué difícil es ser adulto.
Hasta que una sarta de maullidos trepó por el ventanal. Me asomé. Tenía un gato, atigrado y rechoncho, color miel, con rayas más oscuras. Un tigrecito. Los maullidos, agudos, como exaltados.
Respiré hondo, la busqué en el chat del edificio (no tenía nombre, solo un número) y envié el mensaje:
-Hola, soy Carlos. Tu vecino del quinto piso.
-Hola. Dime.
-¿Está bien tu gato?
Dos horas después:
-Hola. Sí, ¿por?
-Su maullido se oía un poco raro.
-¿Eres veterinario?
-No, pero mi mejor amigo lo es y cuando su gato está enfermo su maullido cambia.
-Ah, todo bien. Gracias…. Soy Paz.
Chateamos dos semanas. Conversábamos de la vida anterior. Éramos felices y no lo sabíamos. O sí lo sabíamos pero no lo decíamos en voz alta. Me mandaba memes de gatos y yo le enviaba memes literarios. Me dijo que me veía todo el día en la computadora. Le expliqué mi trabajo. Es difícil hacerlo porque es indescifrable, incluso para mí. Me sentí conectado pero con algo más real, más visible, una conexión humana que había dado por perdida.
La última noche de esas dos semanas escuché un grito. ¿Sería ella? Revisé el WhatsApp del edificio. Ni un mensaje. Le escribí para preguntarle cómo estaba. Nada. Era muy tarde, yo estaba hablándome con mis jefes. Volví a revisar el teléfono buscando su respuesta y nada.
Pasé un larguísimo día esperando que la cortina de su ventana se descorriera. Intentando verla. O a su gato. Alguna muestra de vida. Su voz llegó de pronto. Cantaba. Me concentré en el trabajo y esperé tranquilo a que me hablara otra vez. Pero volvió el miedo. Un dolor de pecho, la garganta obstruida, la saliva pesada. La primera vez que sentí las palpitaciones creí que iba a morir. Recién había comenzado la universidad y antes de los exámenes parciales terminé en emergencias. Mis padres creyeron que era un preinfarto, en mi familia hay un largo historial de enfermedades al corazón. No. No tenía nada. Me enviaron a casa con un calmante. Me recomendaron hacer deporte y tomar la universidad con calma. R me calmó. El tiempo que estuvimos juntos me asusté menos de estar vivo. Respiro, respiro. Cuento hasta diez y vuelvo a empezar. Me sumerjo en el entramado de la computadora, codifico. Respiro.
Paz leyó el chat de Carlos. Mencionaba el grito que ella quería olvidar. Lo ignoró. Deseaba borrar de su mente el instante en que le avisaron que Laura, su prima más querida, había muerto. Lloró encerrada. Lloró furiosa. La pandemia no le permitiría despedirse, verla una vez, la última, imaginar que vivía. Refugiarse en los libros, hacer los informes de lectura, qué más quedaba. Pero no encontraba palabras para decir: No puedo hablar. No ahora.
Miraba mi celular a cada rato. ¿Estaría enferma? Es horrible inventarse historias cuando no tienes certezas. Y la ventana seguía cerrada. Esperé un mes entero. De día y de noche me reconcentré en el trabajo y fui ascendido a jefe de programadores. Aunque mi inglés es malo, parece que lo críptico es el lenguaje universal.
Tomé un libro de mi estantería, el único de narrativa. Me vestí con un abrigo impermeable negro al que rocíe de alcohol; con mascarilla y protector facial, con guantes descartables, una improvisación de astronauta pero tan necesaria. El sol había roto la neblina. Me sentí confiado. Toqué el timbre, esperé y unos pasos tímidos se acercaron. Por toda respuesta escuché los maullidos y las pisadas alejándose. Regresé con el libro a mi puerta.
No insistí más. Estaba viva. Eso era todo lo que importaba.
Al poco tiempo me enteré de que había dejado el departamento. El portero me dijo que tuvo un problema familiar y se fue con dos maletas, el gato y una jaula. Ningún mueble era suyo. Veo el sofá, conserva la hondura de su cuerpo.
He pedido a una librería los libros que me recomendó. Aunque los lea todos no voy a entenderla.